Rosalba Icaza
Mi trayectoria académica reciente está marcada por trabajos colaborativos como una práctica política de afirmación de la vida y de lo común que busca ir más allá de la colonialidad del género. Entiendo, de la mano de María Lugones, que la colonialidad del género se expresa por ejemplo, en el desinterés y la indiferencia que generan las violencias que se ejercen sobre los cuerpos de las mujeres racializadas, dentro y fuera de la academia.
Esta política que ahora puedo nombrar de afirmación de la vida y de lo común no siempre estuvo presente en mi trayectoria académica y no surgió dentro de la universidad, sino en los márgenes y en la vida cotidiana de la mano de mujeres fuertes.
Encuentro en mis memorias más lejanas una inclinación casi automática hacia el cuidado de lo común que aprendí principalmente de la mano de mi abuela materna y mi madre. Eran pistas sutiles que se expresaba en el cuidado de la familia extensa -y no solo en la nuclear- así como en el estar atentas a las necesidades materiales y emocionales de sus vecinas y las familias de éstas. En un contexto urbano pensar en lo común estaba presente. Y al mismo tiempo, las expectativas de la vida universitaria se expresaban constantemente en clave individual.
Como parte de la generación TLCAN* - Tratado de Libre, mi experiencia académica en una institución de educación superior jesuita como en la que me formé, estuvo marcada por las demandas de eficiencia, productividad y competencia. Curiosamente, al mismo tiempo, se nos marcaba también la importancia de la justicia social, de lo común y lo colectivo frente a la emergencia del Zapatismo.
Ahora puedo comprender que mi carrera profesional durante muchos años estuvo marcada por los principios del individualismo y la competencia. De alguna manera sobreviví escindida mis estudios de posgrado en el extranjero, pues mientras todo me orientaba hacia la competencia y al individualismo, lo que yo escribía e investigaba transpiraba lo común y la comunidad por todas partes.
Recuerdo que al estudiar por primera vez los textos del feminismo blanco eurocéntrico, se me explicaba que como mujer del “Tercer Mundo” mi orientación hacia el cuidado de lo común, era un rasgo de la patriarquía que nos subyugaba. Tal orientación debía superarse a través de la educación y así constituirme como una individua en libertad. Y si bien tales explicaciones eran interesantes y revelaban aspectos cercanos a la realidad concreta de inequidad en mi familia y en la sociedad urbana mestiza en México, no me hacían sentido del todo. Algo quedaba silenciado, pero no sabía qué era eso que no era nombrado.
Aunque el trabajo del cuidado de lo común y de la vida estaba en manos principalmente de las mujeres en los contextos urbanos de los que provenía, mi intuición me decía que esto no había sido siempre así. Ahora puedo nombrar esto como una expresión de la colonialidad del género, es decir, como una imposición de formas de sociabilidad en las que ciertas actividades están atribuidas a ciertos cuerpos con cierta raza-género y esto funciona de tal forma que reproduce el capital mientras arrasa y silencia formas que sustentan la vida y lo común.
¿De qué forma esta explicación me permite reflexionar sobre las estrategias de resiliencia que he desarrollado frente a la racialización en/de la academia? En el contexto del llamado Norte Global y como feminista decolonial, me inspiro en Sara Motta y su perspectiva sobre la universidad neoliberal y el sistema de educación superior.
Sara nos recuerda que la universidad como la conocemos hoy en día es copartícipe de la historia de acumulación, del capitalismo, de la deshumanización y del despojo. Esto significa que es cómplice con los regímenes de acumulación, regímenes de blanquitud y los regímenes del no ser o de la deshumanización que conlleva el racismo.
A pesar de esto, la universidad es comprendida como un espacio de moralidad, y en México hasta mediados de los 80s, la universidad pública era considerada como un mecanismo de movilidad socio-económica, garante de estatus para la población mestiza.
Hoy en día tanto la universidad pública como la privada reproduce exclusiones y violencias en particular hacia las personas racializadas o minorizadas. En pocas palabras, garantizar el acceso a la universidad no significa el fin de los sistemas que sostienen y reproducen el racismo. Y a pesar de ello, la universidad y en particular el salón de clase, como nos enseña bell hooks en su libro Teaching to transgress (Enseñar a transgredir) puede brindarnos la posibilidad de generar las condiciones para transgredir los sistemas imbricados de opresión que se manifiesta en indiferencia sobre las violencias que se ejercen sobre los cuerpos racializados.
Como feminista decolonial mi punto de partida ha sido entonces dejar de negar los orígenes históricos de las universidades como consecuencia de la expansión del proyecto modernizador europeo, tal y como son los estados nacionales y el sistema capitalista. Y en ese sentido lo que puede nombrarse resiliencia, es en una política de afirmación de la vida y de lo común frente al sistema de muerte de la universidad neoliberal y de la violencia epistémica de las disciplinas moderna/coloniales.
Concretamente significa la lucha por la dignificación del trabajo precario dentro de la academia y la redistribución reparativa de medios económicos y salarios. Ha significado la re-apropiación de los medios de producción y diseminación de conocimientos a través de la co-creación colectiva de editoriales autónomas cooperativas. Ha significado también la creación de espacios de sanación, cuidado y aprendizaje mutuo. Pero, ante todo, ha significado dejar fluir la pulsión hacia la coalición, como intuición de posibilidad de vida y futuro común.
*Tratado de Libre Comercio de América del Norte firmado entre Canadá, Estados Unidos y México en 1992. Entró oficialmente en vigor el 1o de enero de 1994, el mismo día en que el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) irrumpió en la vida nacional para visibilizar el mito de la entrada de México al llamado primer mundo.
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