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Mi cabello. Expresiones del racismo internalizado y mi práctica liberadora

Por: Georgina Méndez Torres


Lo que expresaré en estas líneas es producto de muchas reflexiones que vengo haciéndome desde hace años, quizás de manera más consciente desde el 2002 cuando tuve la oportunidad de estudiar la maestría en Quito, Ecuador. Ese lugar lo pensé como un nuevo comienzo para mí y mi cabello. Sí, voy a reflexionar sobre mi cabello y las transformaciones que me ha significado, no sólo en términos estéticos sino también como un proceso de valoración del ser indígena. Mi cabello es una extensión de mí. En él se han conjugado y se siguen conjugando una serie de valoraciones tanto negativas como positivas. A lo largo de los años, se ha transformado y con él me he transformado como mujer. Pareciera muy banal mi ejemplo, pero no lo es y justo eso es lo que quiero compartir, pues son los detalles los que terminan por transformar la identidad y la imagen de una misma.


Toda mi familia, mis hermanas, abuelas, tías tienen el cabello negro y lacio, esta característica es un estereotipo que se asocia a lo indígena[1], o lo “mexicano”. En mi pueblo de crianza, en Tila, Chiapas, en mi familia teníamos una práctica cotidiana: hacernos “colochos” u ondularnos el cabello con químicos. Creo que ni siquiera era una práctica solo familiar, sino de varias mujeres del pueblo que también lo hacían. Es una práctica muy común y cotidiana en los pueblos (que no lo veo mal), es normal hacerlo. Sin “echarle más cabeza”, sin pensarlo, de manera automática reproducimos esta práctica. Sin embargo, producto de mis reflexiones y mi sentir me preguntaba ¿A qué respondía este proceso de transformación? ¿Qué significaba para mí tener el cabello lacio y “encolocharme”? Sin querer, siempre pensé que mi cabello no se “amoldaba”, que era “rebelde”, y para que se amoldara lo “enchiné”, lo “encoloché”. Recuerdo que desde la primaria lo hacía. De hecho, ya viviendo en San Cristóbal de Las Casas lo seguí haciendo, incluso en la etapa universitaria. Pocas veces en esa etapa me dejé el cabello largo y lacio, lo traía “colocho” o corto que era como me sentía bien. Sin embargo, para los ojos de otras personas yo ya no era la imagen de mujer indígena que se tenía o tienen en su imaginario: mujer de la comunidad, con cabello largo y trenzas, portando además el traje tradicional (en la zona Ch´ol muchas mujeres jóvenes ya no portan el traje, por lo menos en la zona de Tila y Tumbalá). La gente nunca me dijo que mi cabello era feo, o más bien no les di oportunidad de hacerlo, pero no hubo necesidad porque lo aprendí y lo vi.


Recuerdo una ocasión, por ahí de finales de los noventa, en un taller de los que cotidianamente se impartían a mujeres indígenas, una investigadora muy reconocida en San Cristóbal de Las Casas, dijo en uno de esos talleres: “Cerca de mi casa había dos compañeras indígenas que salieron de sus comunidades para venir a trabajar a San Cristóbal. Todos los días las veía salir con sus trajes tan coloridos, sus trenzas largas y con listones, pero un día, esas mismas mujeres las vi vestidas de pantalón, con el cabello corto y les pregunté que ¡qué había pasado con sus trajes!, que los usaran, si se veían tan bellas, y que no los dejaran”. Para reafirmar su opinión me “usó” de ejemplo, y continuó: “si no, miren a Georgina, con pantalón, cabello corto y ya no vive en su comunidad. Por eso les digo compañeras, valoren su comunidad, y no cambien”. Recuerdo muy bien el señalamiento como si hubiera sido ayer. Recuerdo a las mujeres ahí sentadas, mientras yo “servía” de ejemplo de lo que no es una mujer indígena. No pude decir nada, me quedé callada. Esa imagen siempre la pienso, y me lleva justo a analizar que hay personas que se sienten con derecho de decir quién es y quién no es una mujer indígena, lo cual era muy común en esos años y continúa siéndolo). Y es sobre esto que he dedicado parte de mi vida, a pensarnos -pensarme- como mujeres indígenas, nosotras y no otras, quiénes y cómo nos han violentado diciéndonos cómo debíamos ser.


Fuera de los imaginarios


Mis hermanas y yo llegamos a San Cristóbal de Las Casas a finales de los ochenta para continuar con nuestros estudios, y en cada vacación regresábamos al pueblo. Cuando llegamos a la ciudad nos adaptamos al entorno, yo ingresé a una escuela secundaria que decían era la mejor. Para mi familia extensa, nosotras siempre fuimos las “indígenas”, y en la ciudad había que parecer más a lo mestizo. Es más, desde la academia y para los antropólogos en los 90, los indígenas solo existían en la comunidad. En la ciudad e incluso en la universidad éramos invisibilizados. Por ello me usaron de ejemplo, porque en el imaginario de la investigadora, preocupada por los cambios en las comunidades, las mujeres debían quedarse ahí, y yo no correspondía con esa realidad.


Desde antes de irme a Ecuador dejé de “encolocharme” el cabello y me lo dejé crecer. En ese país recuerdo que siempre me lo elogiaban, lo negro, lo lacio, me decían “tan bonito tu cabello, ¿te lo “planchas?”. Por lo tanto, a lo largo de los años revise esas valoraciones negativas sobre el cabello, sobre nuestro aspecto, sobre las miradas e imágenes que internalicé inconscientemente en su momento. Hoy haciendo una retrospectiva de mi historia, sigo estando fuera del esquema e imagen antropológica de aquélla investigadora. Ahora valoro mi cabello, porque de alguna manera, como dijeran las mujeres negras, mi cabello adquirió un sentido político, de revaloración de mi ser mujer, de mi ser indígena, fuera del imaginario que se ha pintado sobre nosotras.



[1]Recordemos los distintos personajes en la televisión abierta de la imagen de la mujer indígena que nos muestran, como el caso de la India María y de la paisana Jacinta en Perú, que parodian a las mujeres indígenas y que en el caso de Perú piden se prohíba por reproducir la violencia y los estereotipos sobre las indígenas.

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