Por Angélica Hernández Vásquez
Memorias racistas y discriminatorias
En mi pueblo Rafael Delgado, Veracruz, escuchaba hablar náhuatl a mis vecinos, en el molino, en la iglesia, en las calles, pero mi madre y mi padre, a pesar de que su lengua materna era el náhuatl, siempre nos hablaron en español. Aprendí la lengua porque mis vecinos Roy y Liliana lo hablaban y quería aprenderlo para poder jugar con elles. Sin darme cuenta lo fui adquiriendo, lo que me permitió ser su amiga y así hablarlo desde los cinco o seis años.
Los amigos de mi padre le decían que era importante que sus hijos estudiaran y fue por ello que siempre motivó a mis hermanos a estudiar. La educación para mis hermanas no era tan importante porque pensaban que se casarían algún día y un hombre las iba mantener. Afortunadamente mis dos hermanas mayores lucharon para recibir educación -apoyadas por mi madre- y fue por ellas que a mí me dejaron estudiar sin tantos cuestionamientos.
En la primaria nunca escuché una palabra en náhuatl por mis maestras a pesar de que la escuela estaba en un pueblo nahua. No nos prohibían hablarlo pero nadie lo hacía porque era algo que se debía ocultar. Recuerdo que los grupos de amigues se formaban por niñas y niños que llevaban el uniforme completo y zapatos bonitos, quienes no teníamos uniforme o zapatos éramos segregados. También se juzgaba el empleo de nuestrxs padres y madres, quienes éramos hijes de campesinos o comerciantes nos hacían sentir que valíamos menos.
Estudié la secundaria en la ciudad de Orizaba, Veracruz, a unos veinte minutos de mi pueblo. En la escuela nunca se nos habló en náhuatl, incluso algunos compañeres nos ridiculizaban por venir de un pueblo y se repetía el patrón de minimizar a quienes no portábamos buen uniforme o zapatos, además de hacer comentarios despectivos sobre los empleos de nuestrxs padres o madres.
La preparatoria la estudié en Río Blanco, Veracruz. Quedaba a unos cincuenta minutos de mi pueblo y en esta escuela pasó lo mismo: nunca nos hablaron o hicieron referencia al náhuatl. De alguna manera aprendí que mi lengua no era importante en la escuela o para las instituciones públicas, porque todo se hablaba en español.
En la familia tampoco nos hablaron en náhuatl porque “todo lo importante se hablaba en español”, Incluso estudiamos fuera del municipio porque se pensaba que la buena educación estaba en la ciudad, en los libros, en las maestras y maestros. Por eso mis hermanos sólo se dedicaron a estudiar, después de la secundaria no trabajaron más en el campo. En cambio las mujeres debíamos moler, cocinar, limpiar, ayudar a mi madre a vender y al final podíamos estudiar. Llegó un punto de mi vida en que no me reconocía como indígena, ni como hablante de mi lengua náhuatl.
Cambio de rumbo
Una tarde acompañé a mi madre a casa de mi abuela y vi una lona que decía “Universidad Veracruzana Intercultural (UVI). Licenciatura en Gestión y Animación Intercultural, sede Tequila, Veracruz”. Yo estaba tomando un curso de inducción en una universidad convencional en Orizaba, pero al día siguiente cambié de rumbo y tomé un camión para Tequila. Solicité informes, revisé el plan de estudios y aún recuerdo que las experiencias educativas de Diversidad Cultural y Lengua Local me llamaron muchísimo la atención, pero sobre todo me atrajo la calidez y empatía con la que fui tratada. Eso me hizo decidir cambiarme a la UVI.
Cuando hablé de esta decisión con mi familia, nadie me apoyó, me cuestionaron sobre la institución y lo que podría aportar para mi futuro. Mi familia pensaba que la buena educación se impartía en las ciudades y la sede de la UVI estaba en la Sierra de Zongolica, sin instalaciones, además sería parte de la primera generación. Aunque no fue fácil romper con este estereotipo, me dejaron cambiar de rumbo.
En la UVI me trataron como persona, las maestras y maestros nos saludaban empáticamente. Recuerdo que en la inauguración nos invitaron a portar los trajes tradicionales de nuestras comunidades. Doña Teresita me prestó su bayeta y me sentí orgullosa de portar el traje de mi comunidad. En la inauguración había músicos tradicionales, el discurso fue en náhuatl y en español, y bailamos el Son del Guajolote. Me sentí orgullosa de estar en ese lugar y con todas esas personas, pero cuando le contaba estas vivencias a mi familia, les parecía muy extraño y desaprobaban más mi decisión. No comprendían por qué parte de las tareas que me dejaban, era recorrer las calles de mi pueblo, hablar con las personas mayores sobre medicina tradicional, mitos, mayordomías, conocer las formas de organización comunitaria.
Desaprender las prácticas racistas fue un gran desafío y un choque cultural muy fuerte. Llegar a una universidad que revalora la cultura y la lengua, cuando en otros espacios han sido invisibilizadas, despreciadas o ridiculizadas, es difícil de asimilar. Esas ideas, la negación de quienes somos se interioriza consiente e inconscientemente. Un día, un maestro nos preguntó que quiénes hablaban náhuatl, y solamente algunas de mis compañeras y compañeros levantaban lentamente su mano. Aún recuerdo que sentí mucha inseguridad, pero también levanté mi mano. Hubo quienes también hablaban náhuatl pero no lo aceptaron en ese momento. En la UVI hablar náhuatl significó un mundo de posibilidades y durante los cuatro años de mi carrera universitaria pude generar sentido de pertenencia por mi región y por mi pueblo, me interesé en los rituales, en la tradición oral. Poco a poco regresé a mis raíces y me reconocí con mucho orgullo como una mujer indígena nahua.
¡Qué lindo leerte! Gracias por compartirte, Angélica. Abrazo fuerte.